El 11 de noviembre de 1918 la Primera Guerra Mundial llegaba a su fin después de cuatro años de contienda sin cuartel y siete millones de muertos. La revolución industrial, el imperialismo, el capitalismo salvaje y el ultranacionalismo burgués habían desembocado de manera conjunta en aquella experiencia bélica sin precedentes en crueldad. Nunca nada volvería a ser como en los tiempos previos a 1914, cuando la cultura europea se había prestado a una indulgente autoconsciencia de civilización. Un siglo soberbio de racionalismo había muerto en los brazos de la mayor de las locuras; las pesadillas del viejo mundo se convirtieron en un pálido reflejo de lo que habían sido. ¿Después de luchar en las trincheras contra los tanques, las granadas y el gas mostaza, quién le tendría miedo a un simple apache?
Efectivamente, después de que el mundo moderno llevase el terror a términos superlativos y nunca antes imaginados, la figura de estos bandidos parisinos había perdido su espantoso lustre. En la edad dorada de la sociedad burguesa, sin embargo, seducían y repelían al mismo tiempo gracias a sus estrambóticos bailes, sus ropas pensadas para facilitar el robo, su recurso constante a la pelea y un curioso código ético que para nada le hacía ascos a impartir justicia mediante el asesinato. Una prensa escandalizada de que estos indocumentados de clase baja pudiesen vivir sin trabajar y dedicarse al ocio (y al vicio) durante todo el día daba cuenta diaria de sus correrías y los tachaba de apaches, comparándolos así con los indios salvajes que abundaban en la literatura pulp del momento.
La de los apaches fue una subcultura de ladrones y delincuentes en una época en la que el trabajo y la productividad eran los valores supremos. En unos tiempos en los que el movimiento obrero empezaba a asustar de verdad con sus sindicatos, sus bien construidas teorías socialistas y comunistas y su internacional; el establishment se encontró con que para colmo había pobres que no aspiraban a condiciones laborales dignas, porque se creían con derecho a no trabajar en absoluto. Y la negociación para conquistar este derecho no estaba entre sus métodos.
Estos muchachos que muchas veces no llegaban a la veintena vestían con chaquetas de satén negras, extravagantes camisas de colores, blusas azules, chalecos, camisetas rayadas de marineros, cinturones de franela roja, fulares de diferentes colores (según la banda a la que pertenecían), gorras planas y unos inconfundibles pantalones de fieltro apretados en las rodillas conocidos como los pantalones dolor de barriga debido a sus enormes bolsillos delanteros, muy útiles para ocultar los objetos robados y las armas. La moda imperante era sobria y gris, así que a los apaches se les veía de lejos. También destacaban por sus estrambóticos tatuajes, más propios de marineros y de presidiarios que de hombres libres en la ciudad de París. La prensa española, antes que apaches, prefería ponerles el revelador apodo de «pinacotecas móviles».

Pero si algo les hizo realmente famosos (y a ratos amados), fue su pasión por el baile. Un apache es un apache, así que no podía seguir las delicadas danzas imperantes en el aburrido mundo de los biempensantes. Representaban ni más ni menos que desencuentros entre un chulo y una prostituta, en el que este fingía propinarle todo tipo de golpes y llevaba a cabo numerosas acrobacias con caídas en que la chica aparentaba perder el conocimiento. Todo esto al son de un vals. Fueron estos bailes lo que llamaron la atención de no pocas jóvenes de la alta sociedad, atraídas por este mundo rebelde y prohibido protagonizado por hombres diferentes con los que trataban habitualmente.
No se trata, sin embargo, de una subcultura exclusivamente masculina. A las mujeres encartadas en estas bandas callejeras apasionadas del desacato y la vida alegre se las conocía también como las amazonas. Solían llevar cuchillos y también eran aficionadas a pegarse. No deja de haber cierto parecido entre estas herederas de Pentesilea y las amazonas de la Revolución francesa, que también se definían por portar armas y su gusto por los golpes. Pero mientras que las amazonas revolucionarias, con Théroigne de Méricourt a la cabeza, defendían acciones políticas como la incorporación de la mujer al naciente ejército nacional, las de la Belle Époque no eran tan ambiciosas. No era cuestión de cambiar el mundo, sino de sobrevivir a él marcando un pasodoble distinto.

Así pues, los apaches y las amazonas eran ladrones en el imperio de la propiedad; vagos en la sociedad del trabajo y esperpénticos en la cultura de la Razón. Pero además eran peligrosos y violentos al margen de un Estado que pretendía reservarse el monopolio de la fuerza. Aquel París de la III República había sido concebido por Luis Napoleón y por su urbanista de referencia, Barón de Haussmann, para evitar las luchas en las barricadas y el despliegue de revoluciones exitosas como ocurriera en el pasado. Las amplias avenidas parisinas podrían evitar otro julio de 1789, pero no que el salvaje oeste campase por ellas en toda su gloria. A los apaches les encantaba pegarse, mayormente entre ellos, y de hecho no eran pocos los que morían en reyertas. No eran peleas en la sombra, sino a plena luz del día y en mitad de la calle. Los locales en los que se reunían estaban llenos de pistolas (otro de sus distintivos) puestas encima de la mesa. Sin embargo, cuando la policía intentaba mediar en los disturbios acababa enfrentada con todos los implicados. En 1904, en lo que se conoció como la batalla de la Bastilla, al intentar detener una de estas luchas entre apaches, estos se unieron contra las fuerzas del orden público. Seis policías acabaron en el hospital con herida de bala.
La subcultura apache era un síntoma de que no todos querían participar de los valores de la sociedad optimista y cosmopolita que triunfó hasta el estallido de la Gran Guerra. Eran un movimiento extraño porque no aspiraba al diálogo con las autoridades ni a la consecución de mejoras sociales. Era la espontaneidad del día a día librándose de la mejor forma posible de las garras de la explotación a la que parecían condenados. De ahí que las campañas contra ellos fuesen tan intensas, pero resistieron. A lo que ya no pudieron resistir fue a la masacre que comenzó en 1914. El exterminio fue algo sistemático entonces como lo había sido en las guerras indias del lejano oeste. El baile había terminado.
