Ya decía nuestro compay A. Saralegui en su artículo La batalla de Cable Street.Violencia cockney contra el fascismo británico, incluido en aquel Bruxismo Nº1 que tantas alegrías nos dio, que la cultura popular británica se encuentra intrínsecamente ligada a la camorra. Y a la ropa y a los clubes de todo tipo y condición, añadiría yo.
Uno de los episodios más conocidos de los que construyen este imaginario popular es el de las batallas campales entre mods y rockers de 1964. Las mismas que retrató la infravalorada Quadrophenia en 1978, dando inicio al revival de la movida mod. Las imágenes de aquellos jóvenes zurrándose sobre las tablas de los pintorescos paseos marítimos de ciudades costeras como Brighton y Hastings siguen siendo poderosas, pese a su evidente banalidad, y en su momento recibieron una atención inusitada. Es comprensible que el mundo fuera incapaz de apartar la mirada de aquel espectáculo. De un lado jóvenes de aspecto inquietantemente cuidado, con el pelo corto, trajes ceñidos, zapatos brillantes. Del otro, otros jóvenes vestidos de cuero, de maneras camorristas, amenazadores desde sus motos Café Racer y sus enormes botas.
Lo curioso del caso es que cuando uno rebusca en las profundidades de los archivos del dandismo británico se da cuenta de que esa dicotomía entre el atildamiento y la brutalidad ya tenía curiosos precedentes. Lo mismo pasa con su relación con la violencia. El más llamativo es el de los macaronis y los bucks que tuvo lugar en pleno siglo XVIII.

Efectivamente, en el conocido como Siglo de las luces también había tiempo para perderse de vez en cuando en la oscuridad de las tabernas y, como siempre, había gente que prefería las apuestas y la camorra a las iluminaciones de los ilustrados. Y si había algún paraíso en la tierra para este tipo de seres noctámbulos y manirrotos, ese era Londres, ciudad que a mediados del siglo XVIII ya era famosa en toda Europa por sus clubes extravagantes, sus apuestas elevadas y sus jóvenes pendencieros.
En 1764 estos jóvenes ociosos de las clases altas londinenses saludaban con alegría la aparición de un nuevo club, el Almack. Nacía para sustituir al que había mandado en las carteras de los jóvenes durante la década anterior, el White’s Club, famoso por lo demencial de sus apuestas. Al parecer, White’s comenzó a prohibir las apuestas que consideraba demasiado elevadas, lo que supuso el inicio de su declive y la oportunidad para el Almack. Es importante comprender que en el siglo XVIII lo que más gustaba a los chavales dieciochescos era apostar. Cuanto más a lo loco mejor. Muchos de ellos llegaban a los treinta años acosados por las deudas del juego y no pocos terminaban completamente arruinados. Las partidas se celebraban en estos clubes de asistencia restringida, y en la mayoría de ellos había un espacio dedicado a los prestamistas a los que acudían los jóvenes ricos y no tan ricos para proveerse de dinero que perder.
El Almack pronto se convirtió en el club de moda, pero también se hizo famoso por ser la guarida de una nueva hermandad cuyos miembros se referían a sí mismos como macaronis. ¿Quiénes eran? El nombre de macaronis, como casi todos, tiene un origen discutido. Clare Jerrold dice en su indispensable Los bellos y los dandis* que lo adoptaron después de que se empezara a importar macarrones desde Italia y tiene sentido, porque los macaronis se distinguían por una elegancia exagerada que imitaba el estilo continental, sobre todo el italiano que habían conocido en sus viajes, pues para ser aceptado como miembro de estos primeros macaronis era necesario haber viajado por el continente.

Al principio se conocía como macaronis solo a los miembros del club, jóvenes de clase alta que prestaban una atención desmedida a la moda; después pasó a denominar a cualquiera que vistiera como uno y llevara una vida licenciosa. A partir de 1770 la palabra macaroni se utilizaba para referirse a cualquiera que luciera ropa absurda y viviera con extravagancia. Un sinónimo de fantoche.
Los macaronis tenían un estilo extremadamente afeminado, llevaban corsé, chalecos de seda y chaquetas con faldones. Los calzones eran extremadamente ajustados y solían llevar ribetes o cordones de adorno. Era habitual que llevasen bastones que terminaban en borlas de oro y plata. Hacían gala de una frivolidad exagerada y petulante, prestando atención solo a sus perfumes, su ropa y sus apuestas. Pero lo que más identificaba al macaroni era lo que llevaba sobre la cabeza: unas inmensas pelucas de casi un metro de altura que hoy nos resultan totalmente inconcebibles. De nuevo nos remitimos a Clare Jarrold:
«Consistía en una inmensa plataforma que se levantaba uno o dos pies por encima de la cabeza y, cubriéndola, el cabello se peinaba hacia arriba. Tres o más enormes rizos caían horizontalmente por el rostro a cada lado, un lazo lo suficientemente grande como para ocultar los hombros la recogía en la espalda y un pequeño sombrero de tres picos, llamado Nevernoise, coronaba el conjunto».
Gracias, Clare, poco se puede añadir a tus palabras.
¿Y qué podemos decir de los bucks, especie de reverso tenebroso de los macaronis? La verdad es que se sabe muy poco sobre los bucks, es más difícil encontrar menciones en la prensa de la época, lo que indica que fueron menos numerosos que sus compañeros italianófilos.
Sabemos que existieron y que también fueron conocidos con el bonito nombre de bloods, que imitaban las maneras y vestimentas de las clases bajas y que tenían una enorme afición por la violencia. A estos chulos, macarras o calaveras les encantaba boxear y no desaprovechaban ninguna oportunidad de exhibir su fuerza física y su brutalidad. Solían buscar pelea por las noches y la mayoría de referencias que se pueden encontrar sobre ellos hablan de asaltos, peleas y palizas a cobijo de la noche londinense.
Uno de los artículos que mejor define a los bucks es este de The Court Miscellany:
«Hay cierta moda que parece que en la actualidad está extremadamente extendida por estos reinos y que merece especial atención: consiste en imitar la vestimenta de los mozos de cuadra, los andares y pavoneos de vulgares estafadores y carteristas, los juramentos y los tacos de las pescaderas, de los cocheros, de los repartidores de cerveza y de los porteros, con todas las demás florituras retóricas y figuras del lenguaje extraídas directamente de la cárcel de Newgate. Dónde acabará este refinamiento no es fácil de adivinar, puesto que ya lo practican todas las clases sociales, desde las más altas hasta las más bajas, bajo la eminente sanción de esa clase de personas insensatas llamadas bucks».

Tanto bucks como macaronis reinaron durante la década que va de 1765 a 1775 y luego comenzaron a decaer. Su hábitat natural era la calle St. James donde compartieron bares y trifulcas, aunque los macaronis eran mucho menos violentos que sus compañeros bucks. Ambos escandalizaron por igual a la prensa y a la sociedad biempensante de sus mayores, aunque los macaronis tuvieron mucho más éxito y su influencia en la cultura de su tiempo fue mucho mayor. El fenómeno macaroni llegó incluso a ser importado por otros países.
Todo este carnaval de rapé, perfumes, apuestas y peleas siguió más o menos en marcha hasta que llegó la Revolución de 1789 y mandó a parar. A partir de entonces, el paradigma cambió y todo aquello que habían representado los macaronis y los bucks comenzó a aparecer repentinamente agotado. La clase ociosa se olvidó de bastones y chalecos de seda y pasó a vestir el estilo republicano, caracterizado por prendas anodinas y de aspecto viejo y descuidado. Los mismos que cinco años antes llevaban pelucas de un metro de altura pasaron a salir a la calle con el cabello corto a plena vista, desaparecieron los afeites y los encajes. Un estilo había muerto. La elegancia pasó a estar mal vista. No recuperaría el esplendor perdido hasta la llegada de un estilo nuevo de la mano de un hombre llamado a convertirse en el primero de los dandis: George Bryan Brummell.
*Los bellos y los dandis, Clare Jerrold (Wunderkammer, 2018, traducción de Miguel Cisneros Perales). Libro imprescindible para todos los amantes del dandismo sin el que no hubiera sido posible escribir este artículo.