«Caballero, ahí acaba de entrar el watusi, ese mulato que mide siete pies y pesa 169 libras. Y, cuando ese mulato llega al lugar, todo el mundo dice: ¡A correr, que ahí llegó watusi, el hombre más guapo de la Habana!»
— El Watusi, Ray Barretto (1962)
En la primavera de 1741, una gigantesca flota británica —la mayor de la historia hasta el desembarco de Normandía— puso sitio a la ciudad de Cartagena de Indias, punto estratégico en el juego del comercio colonial pobremente defendido por un Imperio español en el que el Sol seguía sin ponerse pero cada vez alumbraba un poco menos. Dada la abrumadora superioridad británica —unos 30.000 hombres frente a una fuerza local de 3.000, contando varios cientos de arqueros nativos—, los ingleses anticiparon el regreso de la flota acuñando medallas y monedas conmemorativas en las que Blas de Lezo [1. Este artículo fue escrito meses antes de que VOX empezase a dar la tabarra con la figura del almirante guipuzcoano. El autor declara no tener nada que ver con ello y sentirse apenado por la apropiación de una anécdota tan divertida por parte del facherío patrio.] , defensor de la plaza, aparecía arrodillado ante un victorioso almirante Vernon —«El orgullo de España humillado por Vernon», se leía—. El destino quiso que la armada regresase a Inglaterra con medio centenar de barcos menos, 18.000 caídos y Cartagena de Indias aún en manos españolas. Jorge II prohibió a historiadores y periodistas escribir sobre el tema. Nadie cantó el «Rule, Britannia!».
Algo parecido a lo del monarca inglés debieron de sentir las 200.000 personas reunidas en el estadio de Maracaná —la mayor concentración de aficionados de la historia del fútbol— cuando, un 16 de julio de 1950, Uruguay remontó y se impuso a Brasil por un gol en la final de la Copa del Mundo.
Esta historia a priori insulsa adquiere un poco más de chicha si se tiene en cuenta que Brasil era la anfitriona del torneo y que de las cerca de 200.000 personas casi ninguna iba con la celeste. Algo más aún al considerar que Brasil había sido clara dominadora del campeonato y que llegaba en una situación más holgada que su rival. Bueno, no «más holgada». Lo cierto es que para los asistentes al partido, para todos los brasileños, para los aficionados al fútbol en general, para la mismísima organización y posiblemente para la propia Uruguay, Brasil ya había ganado el Mundial.
Debido al sistema del torneo, a Brasil le bastaba con un empate para recibir el trofeo de manos de Jules Rimet, presidente de la FIFA. En casa. Con 200.000 gargantas detrás que asistirían al encuentro no con la ingenuidad expectante del aficionado común, sino con la confianza de un gángster de peli en blanco y negro que ha apostado todos sus ahorros, su casa, a su mujer, las llaves de su coche e incluso al perro en una pelea de boxeo amañada. Amañada por él mismo, claro.
Todo estaba preparado para la farra posterior: miles de camisetas festejando el triunfo, un grandilocuente discurso por parte de la autoridad competente, monedas conmemorativas —dichosa manía—, carrozas de carnaval e incluso una banda que habría de interpretar el himno del vencedor en una entrega de premios en que a los jugadores los escoltaría una guardia de honor. En su repertorio, por supuesto, sólo el himno brasileño.
La épica del asunto estriba en que fue un solo jugador el que logró convertir cualquier atisbo de celebración en «la noche más triste que la ciudad recuerda», dejando para la historia este episodio con el nombre de «Maracanazo».
Obdulio Jacinto Muiños Varela. El «Negro Jefe».
Mulato, asmático y pobre, Obdulio adoptó el apellido de una madre que lo crió en la indigencia. En su juventud, «Varela» trabajó como guardacoches, vendedor de periódicos, cadete de lavandería, limpiabotas y peón. Debutó en 1936, a los 19 años, con el Deportivo Juventud. Dos años más tarde se hizo profesional con el Montevideo Wanderers.
Nada por aquel entonces hacía suponer que Varela acabaría convirtiéndose en el centrocampista más respetado de la historia de su país. Rondando el metro ochenta, Obdulio no era ni de lejos el jugador más técnico de su generación. Tosco y rudo —nunca sucio—, sólo destacaba por un potente disparo desde fuera del área con el que precisamente daría buena cuenta de España en el Mundial del 50. Si llamó la atención de los responsables del Club Atlético Peñarol, desde luego no fue por su talento.
Sobra decir que en los años 40 el fútbol y los futbolistas eran otra cosa. En cierta ocasión, tras festejar un gol, recibió el impacto de un objeto en la nuca. Varela recuperó el conocimiento varios minutos después, en el bar de enfrente del estadio. En semejante ambiente, un carácter forjado en los rigores de la pobreza no tardó en imponerse.
Enemigo acérrimo de directivos y soplagaitas varios, Obdulio protagonizó no pocos arranques de dignidad que pronto le granjearon la antipatía de los poderosos y el respeto de sus iguales. Ya en Peñarol desde 1943, se negó a vestir publicidad en la camiseta alegando que «ya pasó el tiempo en que a los negros nos señalaban con argollas». Tras vencer a River en 1945, se negó a recibir una prima dos veces mayor que la de sus compañeros por ser el capitán —«yo jugué como todos, si cree que merecí 500, son 500 para todos; si ellos merecieron 250, yo también»—. Al final, fueron 500 para todos. Tampoco ocultó nunca su desprecio por la prensa —«los diarios sólo dicen dos verdades: el precio y la fecha»—. Por todo ello, Obdulio Varela era el «Negro Jefe».
La mejor muestra de su temperamento hay que buscarla, sin embargo, fuera del verde. En 1948, el fútbol uruguayo vivió una huelga de futbolistas que paralizó el campeonato durante siete meses. Por aquel entonces, el jugador era poco más que un objeto en manos del jerifalte de turno y los derechos laborales brillaban por su ausencia. El club podía retener al futbolista prácticamente de por vida, así como rescindir su contrato de forma unilateral. Por supuesto, los jugadores no veían un duro de las transferencias y el club tenía siempre la última palabra sobre su rendimiento, pudiendo retenerles el sueldo a placer.
Ante este panorama, y con el «Negro Jefe» a la cabeza, los futbolistas uruguayos se declararon en huelga hasta que no se mejorase su situación y se reconociese su derecho a tener un sindicato. Acosado por la prensa y con su puesto en Peñarol pendiendo de un hilo, Obdulio regresó a su trabajo como albañil —llegó a rechazar sobornos, según se dice—. Sus compañeros lo siguieron, y sólo los «carneros» [2. «Esquiroles»] acudieron a la convocatoria de la selección para el Campeonato Sudamericano —luego Copa América— del 49. Uruguay quedó tercera por la cola y el campeonato de Liga se declaró inconcluso. Los jugadores ganaron el pulso.
Y así, y de nuevo con Obdulio al frente, la selección Uruguaya llegó al partido final del Mundial de Brasil de 1950.
Ya hemos señalado el ambiente poco halagüeño para la celeste. Los propios directivos de la federación uruguaya daban por buena una derrota por «tan sólo» cuatro goles. No así el «Negro», que levantó como pudo el ánimo de unos compañeros atónitos ante el espectáculo de la grada —«salgan tranquilos, no miren para arriba. Nunca miren a la tribuna, el partido se juega abajo»—. Lo cierto es que Varela ya había tenido que hacer uso de galones durante el campeonato, bien concentrando a sus jugadores tras una noche de juerga, bien obligando a todos los jugadores a dar la mano a Matías González, uno de los «carneros» del 48.
Fue precisamente en el minuto ‘48 cuando se produjo el gol de Friaça que sentenciaba la victoria brasileña. Y fue en ese mismo minuto cuando el «Negro Jefe» corrió 40 metros, agarró el balón y fue a protestar un fuera de juego inexistente. El árbitro, George Reader, no hablaba castellano. Tampoco Obdulio hablaba inglés. Hubo que llamar a un intérprete. Con la pelota todavía bajo el brazo del «Jefe», los jugadores empezaron a arremolinarse. La situación era incomprensible para propios y extraños. Los nervios empezaron a apoderarse de los brasileños y los ánimos en la grada se enfriaron. Al poco tiempo, las 200.000 almas allí presentes quedaron sumergidas en un silencio sepulcral.
Al reanudarse el partido, Obdulio se dirigó a sus compañeros —«estos no nos podrán ganar nunca»—. Algo había sucedido. Uruguay, pasándose por el forro la táctica de su entrenador, atacó. Los brasileños cedieron terreno y a los quince minutos llegó el gol de Schiaffino. El envite charrúa no cesó y en el minuto ‘80, a pase del «Negro Jefe», Ghiggia consumó la victoria. Uruguay era, por segunda vez en su historia, campeona del Mundo.
Lo que vino después del pitido final fue esperpéntico. Las 200.000 personas en la grada habían tornado en un mar de lágrimas. Los jugadores brasileños no daban crédito. No hubo discursos, carrozas ni guardia de honor. La banda no interpretó himno alguno. Cuando Jules Rimet —que no había presenciado el último gol— saltó al campo, se encontró tan perdido ante semejante maremágnum que Varela tuvo que quitarle la copa de las manos.
El «Maracanazo» pasó a la historia sin grandilocuencia, entre lágrimas, rabia e incredulidad. El palo fue tal que Brasil nunca volvió a vestir de blanco.
Hubo quien sí sacó provecho de la victoria. Al día siguiente, se celebró una recepción en el consulado uruguayo de Río. Los directivos de la federación, los mismos que habían aconsejado a sus jugadores perder por «tan sólo» cuatro goles, recibieron medallas de oro. Los futbolistas uruguayos, de plata.
Obdulio Varela no estuvo presente en la recepción. En su lugar, se fue con su masajista a recorrer las tabernas de Río. El hombre que se había echado todo un país a sus espaldas rehuía las mieles del triunfo y ahogaba ahora sus penas con aquellos cuyos sueños había contribuido a arruinar —«mi patria es la gente que sufre», acabaría diciendo—. A su llegada a Montevideo, huye disfrazado de los periodistas y se encierra en su casa. Con el dinero del trofeo se compró un coche que le robaron a la semana siguiente.
El «Negro Jefe» no fue el mejor jugador de la Historia de su país. Tampoco fue uno de esos simpáticos sinvergüenzas con aires de estrella del rock hoy tan añorados por los detractores de esa cosa llamada «fútbol moderno», capaces de regatearse tanto a la defensa rival como el récord mundial de ingesta de Larios por décima de segundo [3. Nos consta que a Varela le gustaba pegarle al vaso. De ahí otro apodo, «Vinacho».]. Y además, guapos y bien vestidos. Fue un jugador mediocre con una personalidad descomunal. Un raro ejemplo de honradez y honestidad en un mundo en el que —por desgracia, cada vez más— abundan los miserables, las estrellas de medio pelo y los mangantes. Algo así como un working class hero balompédico.
Obdulio Varela se retiró en 1955. Ganó seis ligas en diez años, una Copa de Sudamérica y un Mundial. Acabó arrepintiéndose de la victoria ante Brasil. Con él en la cancha, Uruguay nunca perdió un partido.
*Artículo publicado originalmente en Bruxismo Nº3 (noviembre 2018), fanzine que podéis comprar aquí