A la mierda el arte. Queremos fútbol del norte

En su entusiasta volumen sobre la música rave y la cultura de baile, el crítico musical Simon Reynolds dedica casi 700 páginas a defender de manera apasionada la vertiente más dura, hedonista y toxicómana de la música electrónica frente a su versión más intelectualizada, esa producida pensando más en un salón que en una pista de baile, y que tradicionalmente ha sido más defendida por las revistas de tendencias.

En un momento de la introducción, el bueno de Reynolds se desmarca del elitismo que marcó su actitud en sus primeros pasos dentro de la escena rave con palabras sabias: «Pero la experiencia de estar en el lugar ‘equivocado’ en el momento adecuado me ha infundido una útil reacción pavloviana: cada vez que oigo la palabra ‘hardcore’ (o sinónimos como ‘oscuro’, ‘garrulo’ o ‘cutre’) aguzo el oído. Y al revés: términos como ‘progresivo’ o ‘inteligente’ desatan todas las alarmas: cuando una escena underground empieza a usar esa palabrería, suele ser un indicio de que se prepara para jugar al juego de los medios antes de aceptar la estructura tradicional de la industria musical del autor-estrella, los álbumes conceptuales y las carreras a largo plazo. Y sobre todo es un indicio de inminente debilidad musical, engreimiento rastrero y de que la diversión agoniza».

Aunque hoy sea difícil de creer, el fútbol, durante los años setenta y ochenta, era algo poco atractivo para la gente cool. Sucio, violento y extremadamente proletario, el balompié ochentero era cualquier cosa menos un espectáculo edificante, y durante esos años se llegó incluso a temer por su supervivencia.

El final de la década de los setenta había sido una época oscura para Europa, sobre todo para los jóvenes pertenecientes a la clase trabajadora, que veían como todo el ecosistema vital de sus padres se venía abajo con la famosa estanflación y la crisis de la economía manufacturera europea: cierres de fábricas, huelgas, paro juvenil, droga malcortada y barrios convertidos en esos pueblos fantasmas a los que cantaban los Specials. Y el fútbol, aunque hasta hace poco a nadie se le hubiera ocurrido calificarlo de «arte», siempre ha reflejado el ecosistema que lo rodea. Practicado por individuos con pinta de ex presidiarios que eran mucho más parecidos al aficionado medio de lo que es habitual hoy en día, el fútbol era, más que duro, violento. Campos embarrados, entradas duras, un juego áspero y sin concesiones que se solía jugar de área a área y que no era para neófitos ni diletantes. De hecho, pocos intelectuales lo reivindicaban, incapaces de ver más allá de un rito embrutecedor diseñado para que las clases bajas saciaran su sed de bajos instintos. Es lógico, un subrayado ejemplar de Georg Lukács no servía de nada en aquellas gradas comanche, salvo para estampárselo en la jeta al portero contrario si el ilustrado de turno tenía buena puntería.

La relación del aficionado con el futbolista también era distinta, mucho más cercana que ahora. Los jugadores salían andando del estadio, y era extremadamente inusual ver a un adulto no tratado con sulfato de litio enarbolar una cartulina decorada con corazoncitos en honor a su ídolo. También era más cercana la relación del aficionado con el club, casi siempre propiedad de sus socios y no de un arribista ansioso de poder y dinero. Aunque el fútbol siempre ha atraído a este tipo de personajes, el modelo de asociaciones deportivas sin ánimo de lucro que imperaba en la mayor parte del continente favorecía una identificación que iba más allá del espectáculo: el club era una asociación cuya membresía pasaba de padres a hijos y que estaba por encima de los resultados. El aficionado era, al menos en teoría, algo más que un cliente.

Pero si algo caracterizó al fútbol de esos años, además del juego duro y directo, fue el triunfo inesperado de clubes modestos o ―por lo menos―no muy poderosos. En Inglaterra triunfaron el Derby County y el Nottingham Forest (Copa de Europa incluida). En una España profundamente centralista lo hicieron la Real Sociedad y el Athletic de Bilbao y a punto estuvo de hacerlo el Sporting de Gijón en 1978. Hoy en día, ver a un equipo como el Nottingham Forest en una final de la Champions League es un ejercicio de pensamiento positivo que no sería aceptado ni por un Paulo Coelho puesto hasta arriba de ácido. Es cierto que en Inglaterra, por su particular reparto y organización (heredera, en parte, de la épica de aquellos años; todo el mundo sabe que los ingleses son nostálgicos incurables, por eso les queremos) todavía se pueden vivir sorpresas como el campeonato del Leicester, pero esos logros son demasiados excepcionales como para constituir algo más que la excepción a una regla implacable con los equipos modestos.

Curiosamente, tanto en Inglaterra como en España la mayoría de esos equipos humildes y aguerridos pertenecían a sus respectivas zonas septentrionales y practicaban un estilo de juego parecido, impuesto por las duras condiciones climatológicas. Así que en esos años reinaba el fútbol del norte. Por eso lo que hoy se entiende como fútbol norteño ―directo, pasional y practicado sobre un lodazal― nos remite a esos años en los que parecía llover todos los días. Los años del Nottingham Forest y del Sporting de Gijón, de batallas épicas en Atocha, El Sardinero o Las Gaunas.

Por esos mismos años, las deprimidas urbes industriales del norte de Inglaterra vieron nacer una escena enfocada al baile y al consumo de estimulantes, que estaba lejos de la Nueva Ola y su reivindicación de Tristan Tzara y el collage. Allí lo que mandaba era el northern soul: hedonismo toxicómano, discos raros y mucho talco.

No parece casual que el término haya sido acuñado por el propietario de la tienda de discos Soul City para describir los extraños discos que buscaban los aficionados de los equipos del norte de Inglaterra en sus viajes a Londres. Esos chicos a los que nadie había dado nada tuvieron que inventarse su música, inventarse su fútbol. Los chavales que iban al Blackpool Mecca eran los mismos que animaban al Blackpool F.C. en Bloomfield Road.

Después llegó la intelectualización de la que habla Simon Reynolds. Al igual que ocurrió con la cocina y la música electrónica, se empezó a hablar del fútbol como si fuera una especie de arte para iniciados. Ahora los intelectuales lo adoran y el aficionado tradicional es un bruto que está siempre bajo sospecha. El futbolista ha dejado de ser ese tipo que pateaba un balón ante una multitud atiborrada de cerveza para convertirse en un artista. Es el mismo proceso que ha convertido al gin tonic en un lujo de gourmets y al reparto a domicilio en una forma de auto realización personal. El trabajo convertido en arte, una transformación que en algunos casos hace que el currante acepte de buen grado una situación cercana al esclavismo. En otros, como ocurre con el fútbol o la música electrónica, supone un apropiamiento cultural de la clase superior. Se blanquea la cultura apropiada, eliminando sus aspectos más violentos, peligrosos o intolerables, y se construye un simulacro aceptable para todos los públicos.

Así es como se llega a los álbumes conceptuales de música electrónica inteligente y a los estadios de fútbol con calefacción.

Habrá quien diga que no tiene sentido sentir nostalgia de algo que nunca fue más que un negocio. Quizás sea cierto que todo ese fútbol no era más que otra muestra del salvajismo de la época, difuminada por el embellecimiento que solemos reservar para los tiempos no vividos. Pero no puedo dejar de pensar que se trataba de un negocio más tosco, del que la gente pudo apoderarse para darle un nuevo significado. Como los mismos chicos que animaban al Wigan, al Derby County y al Blackpool hicieron con una música producida en un país lejano por la clase más baja de una sociedad extraña en un contexto muy distinto.

Como ya he dicho, es probable que sea absurdo sentirse nostálgico. Pero resulta difícil no hacerlo cuando uno ve a uno de esos millonarios balbuceantes rodeados de flashes en un acto promocional, como si en lugar de las llaves de un Porsche hubieran recibido una sesión de electroshock.

Resulta difícil no echar de menos el fútbol de cuando no era otra cosa que gente divirtiéndose de lo lindo viendo cómo individuos que podrían ser compañeros de trabajo trataban de sacar el balón de un área embarrada.

Y es que siempre he creído que uno aprende a ser nostálgico en el fútbol. Yo conocí esa nostalgia con solo 8 años, cuando me hice abonado (ya casi no había socios, el club había sido robado a sus legítimos propietarios por un constructor sin escrúpulos que actualmente sigue rigiendo los destinos del equipo) del Sporting de Gijón. Era la temporada 1997/1998 y el Sporting venía de una larga decadencia que culminaría aquel año con una de las actuaciones más vergonzosas que se recuerdan a un equipo de fútbol. Ese año los rojiblancos ganarían la increíble cifra de dos ¡dos! partidos. Era mi primera temporada como abonado y, de manera solo aparentemente incomprensible, me hice sportinguista hasta la médula. Contagiado para siempre de esa nostalgia que parecía adherirse a tu camiseta en cuanto atravesabas uno de aquellos vomitorios de paredes descascarilladas de un Molinón que no intentaba ocultar su edad. Contagiado de forma irreversible por antiguos hinchas que hablaban de viejas glorias de los años que casi tumbamos al Real Madrid: Quini, Ferrero y Joaquín. Ese año que casi ganamos la Liga. Porque el Sporting siempre será el equipo del casi. Fue entonces cuando esa nostalgia, seguramente injustificable, de un fútbol hoy prácticamente extinto, me caló hasta los huesos como la lluvia que inundaba los alrededores del campo los domingos de invierno que jugábamos ―y perdíamos― en casa.

Con ocho años ya era un enamorado del Fútbol del Norte. Y la ley no escrita más importante del hincha futbolístico es que uno no cambia de equipo.

Nunca.

*Agradecimientos a la página de facebook «Northern Football» (@futbolnortenyo) por las gran parte de las fotos.

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