Los «años de plomo» y el terrorismo neofascista en Italia

«Lo sé. Sé los nombres de los responsables de lo que llaman golpe (y en realidad es una serie de golpes instaurada como sistema de protección del poder). Sé los nombres de los responsables del atentado de Milán (…) Sé los nombres de los responsables de los atentados de Brescia y de Bolonia…»

— Pier Paolo Pasolini, un año antes de su asesinato.

Si bien en la actualidad el mundo occidental parece estar sumido en un estado de histeria colectiva ante la amenaza de un ataque terrorista —algo que, en no pocas ocasiones, se ha visto acompañado de drásticos recortes de libertades o del ascenso al poder de sujetos grotescos como Donald Trump—, hay quien parece olvidar que, durante buena parte del s. XX, el terrorismo fue una realidad mucho más presente que hoy día en la vida política de la vieja Europa. Fueron los llamados «años de plomo», término que define, más allá de particularidades locales, el período comprendido entre finales de los años 60 y comienzos de los 90; una época convulsa en la que la práctica política no quedaba restringida a la actividad parlamentaria, la burocracia o la proliferación de insufribles tertulias televisivas; sino que se extendía a la realización de huelgas efectivas, manifestaciones tumultuarias y, en última instancia, al recurso a la violencia.

En un contexto en el que el mundo comenzaba a recuperarse de los estragos de la II Guerra Mundial, el enfrentamiento entre los bloques soviético y capitalista se hizo patente en cada escenario posible. La descolonización era ya un proceso irreversible y el imperialismo se vio obligado a encontrar nuevas formas de actuación, principalmente mediante el establecimiento de tiranías afines como fueron los casos de Persia, en 1953, y Guatemala, un año más tarde. A la vez, se asistía al éxito de experiencias revolucionarias como la cubana, en 1959, y a la proliferación de guerrillas urbanas en Centro y Sudamérica tras el fracaso en la exportación del modelo foquista. La juventud europea había empezado a desarrollarse ajena a los rigores de la posguerra, por lo que hubo quien, dada la crisis global de 1968, decidió hacer de la acción directa su bandera, organizando grupos armados que protagonizaron algunas de las acciones insurreccionales más espectaculares de la segunda mitad del siglo.

Así, organizaciones como Rote Armee Fraktion RAF, o «banda Baader-Meinhof»— o Brigate Rosse pasaron al primer plano de la actualidad actuando como auténticas guerrillas urbanas en suelo europeo. Aunque sí los más importantes, y dejando a un lado otros de carácter nacionalista como ETA o el IRA, no fueron los únicos grupos terroristas de su tiempo, pudiendo destacar también Movimiento 2 de Junio en Alemania, Angry Brigade en Inglaterra, los GRAPO y el FRAP en España, Action Directe en Francia o 17N en Grecia. Todos los anteriores compartieron su carácter revolucionario, su cercanía a la extrema izquierda, su concepción de la violencia como elemento central del movimiento —y no como parte de una estrategia insurreccional de masas— y su inspiración en las guerrillas latinoamericanas y en las tesis anarquistas de la «propaganda por el hecho».

Casi todas estas organizaciones resultan relativamente cercanas al público general y su presencia ha sido constantemente explotada por medios y poder político como una evidencia de hasta dónde está dispuesta a llegar la izquierda radical por subvertir el sistema. Lo que quizá no sea tan conocido es que, frente a ellas, existieron otros grupos igualmente implacables que trataron de reorganizar el fascismo tras la guerra y que camparon a sus anchas por Europa disputándose las calles con la izquierda y practicando una suerte de «terrorismo negro»  que llegó a estar auspiciado por las autoridades como forma de hacer la guerra sucia a todo aquello susceptible de ser catalogado de «prosoviético». La magnitud del tema, en el que abundan las conspiraciones, golpes de Estado, operaciones de falsa bandera y agentes provocadores, excede con creces las posibilidades de un humilde artículo fanzinero, por lo que nos centraremos en el ámbito italiano por ser el que con mayor brutalidad experimentó el terror neofascista y en el que más evidentes resultaron las conexiones de este con los órganos de poder.

El fascismo tras la IIGM: Julius Evola

El fin de la II Guerra Mundial no supuso, como suele repetirse hasta la saciedad, la derrota definitiva del fascismo. Sí fue una derrota en el sentido militar, pero en el nuevo contexto de ferviente anticomunismo muchos de sus antiguos cuadros fueron reciclados para la causa con mayor o menor pudor. También la doctrina tuvo que ser revisada para hacer frente a una nueva realidad, lo que llevó a un panorama bastante heterogéneo: algunos sectores optaron por incorporarse a la vida política parlamentaria, refugiándose en posiciones más cercanas a la derecha tradicional y enarbolando un discurso anticomunista, anti-inmigración y de defensa de la unidad nacional, como fue el caso del Movimiento Social Italiano, o MSI; otros, herederos de una mística más próxima al nazismo, siguieron las tesis racistas de René Binet y Gaston Amaudruz en la construcción de toda una serie de grupúsculos que se aglutinaron en el Nuevo Orden Europeo; mientras que los más próximos al fascismo clásico se mantuvieron fieles al espíritu revolucionario, actualizando tesis tan ortodoxas como el rechazo al marxismo, la exaltación de la unidad europea y de la cultura nacional, y la economía corporativista; un refrito del viejo ideario para hacer frente a lo que se entendía, al igual que en los años 20, como una pérdida de los valores occidentales y el colapso del sistema capitalista. Esta última corriente será la protagonista de nuestro artículo, y quizá en relación con ella podamos incluir la que posiblemente sea la tendencia más curiosa, una suerte de «fascismo de izquierdas» que hizo su aparición en el contexto de mayo del 68, de fuerte inspiración situacionista y que mostraba una cierta admiración por la Revolución Cultural china —en Roma aparecieron pintadas del tipo «Hitler y Mao unidos en la lucha» o «Viva la dictadura fascista del proletariado»—; dando lugar a organizaciones como Lotta di Popolo —autodefinidos como nazi-maoístas—.

A pesar de sus marcadas diferencias, todas las corrientes anteriores participaron de ciertos elementos esenciales: su oposición a la política de bloques, el mito de Europa y su admiración por la República Social Italiana —cuyo desarrollo se entendía frustrado por los avatares de la guerra— y las Waffen SS como ejemplo de colaboración del «hombre nuevo» en la defensa de Occidente.

«En cualquiera que sean los eventos, lo que pueda ser hecho será hecho y perteneceremos —entonces— a aquella patria que ningún enemigo podrá nunca ocupar ni destruir»

Julius Evola

Sin embargo, el principal referente del neofascismo fue un filósofo de origen italiano que publicó su obra bajo el seudónimo de Julius Evola. A pesar de la admiración que Mussolini había llegado a sentir por él, Giulio Cesare Andrea Evola se había mantenido al margen del régimen fascista, que llegó a criticar en «Revuelta contra el mundo moderno» (1934). Evola, que sí había gozado de cierto predicamento entre los círculos esotéricos de las SS, fue juzgado en 1949 por su colaboración con los Fascios de Acción Revolucionaria. Publica entonces el manifiesto «Orientaciones», que rápidamente se convierte en la base ideológica del nuevo movimiento y en el que defiende el retorno a la «tradición», entendiendo el concepto no en el sentido español-carlista, sino como conjunto de valores supremos inherentes a todo grupo humano y que determina todos los aspectos de su organización social; unos valores amenazados por la idea de «progreso», motor de la degeneración occidental y de la que tanto la democracia liberal como el comunismo serían los últimos representantes. Reivindica, por tanto, un «racismo espiritual no zoológico» que se manifiesta frente al «judaísmo psicológico». En su tesis de que el fascismo no era un fin en sí mismo, sino un medio para procurar ese retorno a la «tradición», también aboga por el Estado orgánico frente al totalitario y por el papel de la élite revolucionaria frente al líder, así como reniega de los aspectos más sociales del fascio. El hecho de tratar en sus textos temas relacionados con la sexualidad, el esoterismo o la contracultura lo acabará convirtiendo en el pensador predilecto de los neofascistas en los años 60 —de nuevo en la Italia del 68 serán frecuentes las pintadas «Evola, Sorel, Drieu la Rochelle»—.

El neofascismo italiano

Al mismo tiempo que los aliados hacían su entrada en Roma, nacen los Fascios de Acción Revolucionaria como una primera experiencia de lo que será el terrorismo neofascista en las décadas siguientes. Los FAR se dedicarán a ajustar cuentas con los partisanos comunistas, al asalto de emisoras de radio, a repartir propaganda y a dinamitar algunos barcos dirigidos a la URSS como compensación de guerra. Por su parte, el nuevo Estado italiano endurecerá las penas contra los intentos de reconstrucción del fascismo en marzo de 1947 y estrechará el cerco sobre los FAR hasta que, ya en 1951, conceda una amnistía a sus militantes, muchos de los cuales acabarán engrosando las filas del MSI.

Nacido en 1946, el MSI tratará de incorporar el neofascismo a la vida política italiana, contando entre sus filas con antiguos hombres fuertes del régimen como el almirante Rodolfo Graziani o Arconovaldo Bonaccorsi, el «Conde Rossi». Su rechazo a la violencia llevará a una progresiva ruptura entre la dirección y las bases, que se hará patente de manera definitiva cuando en 1952 el partido pacte con los monárquicos para tratar de construir una alternativa por la derecha a la todopoderosa Democracia Cristiana. Precisamente a causa de esta ruptura, Pino Rauti —que había militado en los FAR— se escinde del MSI en 1956 y funda el Centro Studi Ordine Nuovo, que se convertirá en uno de los mayores focos de violencia junto con Avanguardia Nazionale, fundada por Stefano Delle Chiaie, el más tristemente célebre de los militantes neofascistas.

Ordine Nuovo y Avanguardia Nazionale, cuyos emblemas serán respectivamente el labrys, o hacha doble —que ya había sido utilizado por el fascismo griego y por la República de Vichy—, y la runa odal —ambos dispuestos sobre una bandera roja al más puro estilo nacionalsocialista—; se enfrentarán a la izquierda en sucesivas refriegas que frecuentemente acabarán en un baño de sangre. En 1968, en un contexto de fuertes luchas sindicales, la Facultad de Filosofía y Letras de Roma es ocupada por estudiantes de izquierda, mientras que la derecha hace lo propio en la Facultad de Derecho. Tras el estallido de una bomba, 400 fascistas tratan de desalojar a la izquierda, lo que deja un saldo de cerca de 150 heridos y la evidencia de que el neofascismo había perdido la Universidad. Meses antes, había tenido lugar la batalla de Valle Giulia, en la que neofascistas e izquierdistas —hasta 4.000 personas— se habían enfrentado codo con codo a la policía dejando un total de 600 heridos. El ambiente en el mundo estudiantil era bastante tenso desde que en 1966, en un choque entre grupos de izquierda y el Fronte universitario d’Azione Nazionale —fundado por universitarios del MSI—, fuese asesinado el estudiante Paolo Rossi. En 1969 tuvo lugar una auténtica revuelta en Battipaglia que dejó dos muertos y centenares de heridos. En noviembre de ese mismo año, el comisario Antonio Annaruma muere en Milán en un enfrentamiento con fuerzas de la izquierda extraparlamentaria. A su cortejo fúnebre le seguirá una marcha de miles de militantes neofascistas. Todos estos choques conforman el llamado «otoño caliente», período que propició el estallido de los «años de plomo».

«Anni di piombo»

Había quedado claro que la calle era un escenario perfectamente válido para la lucha política en la nueva Italia, aún más si cabe en el caso de unas fuerzas constantemente marginadas en el ámbito parlamentario —algo especialmente escandaloso en el caso de los comunistas, teniendo en cuenta los buenos resultados electorales que el Partido Comunista Italiano obtuvo sucesivamente desde las primeras elecciones de la posguerra en 1948—. Democracia Cristiana había sufrido un duro revés en las elecciones de 1968 y, desde ese mismo año, se hicieron frecuentes las protestas callejeras contra la guerra de Vietnam. En este contexto, la violencia se recrudeció.

Pietro Valpreda

El 12 de diciembre de 1969, un artefacto hizo explosión ante las oficinas de la Banca de Agricultura de Milán, dejando 17 muertos y más de 80 heridos. Al mismo tiempo, otras tres bombas estallaron en diferentes puntos de Roma y Milán. La culpa recayó inmediatamente sobre los anarquistas del Círculo 22 de marzo, uno de cuyos integrantes y principal sospechoso, Giuseppe Pinelli, se «suicida» en extrañas circunstancias al caer por la ventana de la estación de policía en que estaba detenido. Pietro Valpreda fue encarcelado hasta 1987 y finalmente liberado por falta de pruebas.Otro de los anarquistas interrogados, Mario Merlino, menciona en su declaración al líder de Avanguardia Nazionale, Stefano Delle Chiaie, quien se ve forzado a huir de Italia. Tres miembros de Ordine Nuovo fueron condenados en 2001 por el atentado, aunque años más tarde las sentencias fueron revocadas. A raíz del atentado, varios grupos de extrema izquierda como el Colectivo Político Metropolitano pasan a organizarse en Izquierda Proletaria y su rama clandestina, Brigadas Rojas.

En julio de 1970, y espoleada por la extrema derecha, tiene lugar la revuelta de Reggio Calabria contra la decisión de establecer la capital de Calabria en Catanzaro. Ante el propósito de la izquierda de «retomar la región» organizando un gran mitin, miembros de Avanguardia Nazionale vuelan seis trenes que debían transportar a representantes sindicales. El balance al final de la revuelta es de 6 muertos, 250 heridos, miles de detenidos y el ejército en las calles. Entre el comienzo de la misma y octubre del 72 se contabilizaron hasta 44 atentados con bomba.

A finales de ese mismo año había tenido lugar otra de las intentonas más escandalosas del neofascismo: el fallido golpe de Estado de Junio Valerio Borghese, el «Príncipe Negro». Borghese, aristócrata y ferviente fascista, había luchado en la Guerra Civil Española y en la IIGM al mando de la Xª Flottiglia MAS, que se destacó durante los últimos años de la República de Saló por la brutal represión ejercida contra los partisanos. Tras la guerra, se libra de la ejecución y es puesto en libertad en 1949 para ingresar en las filas del MSI. En 1968, abandona el partido por considerarlo demasiado blando y funda el Fronte Nazionale. Es entonces cuando tiene lugar el «golpe Borghese», que pretendía valerse de los militantes neofascistas, un sector de los carabineros y varios generales renegados para secuestrar al presidente de la República, ocupar los centros de poder, cortar las comunicaciones del país y barrer de un plumazo a la oposición. El propio Stefano Delle Chiaie, de nuevo en Italia, llega a tomar el Ministerio del Interior con un comando, pero el golpe es abortado y tanto Borghese como Delle Chiaie se ven forzados a huir a España. A la muerte del «Príncipe», en 1974, sus restos serán enviados a Roma, donde el ataúd es secuestrado por miembros de Avanguardia Nazionale para rendirle un último homenaje.

También en 1970, se hace descarrilar el tren Palermo-Turín a la altura de Gioia Tauro, lo que deja 6 muertos y 139 heridos. En 1972, una bomba mata en Peteano a tres policías. En 1973, Nico Azzi resulta herido al estallar el artefacto que pretendía colocar en el tren Turín-Roma. Pertenecía a Ordine Nuovo. En mayo del 74, en una manifestación antifascista en la plaza de la Loggia de Brescia, otra bomba deja 8 muertos y cerca de 100 heridos. Tres meses más tarde, el tren Italicus es dinamitado, muriendo 12 personas y quedando heridas otras 50. Hasta el año 1980, se registran otros seis atentados ferroviarios que no dejan víctimas mortales.

Todos estos ataques fueron perpetrados por terroristas neofascistas, aunque ello no fuera reconocido en un principio. Ya en 1969, la explosión de 10 artefactos en diferentes trenes por todo el país había sido atribuida a la extrema izquierda, si bien finalmente los autores resultaron ser Franco Fredda y Giovanni Ventura, de Ordine Nuovo. En el caso de Peteano, las autoridades no dudaron en responsabilizar de la matanza a las Brigadas Rojas, lo que supuso una importante campaña de represión contra la izquierda y la detención de 200 comunistas.

El más grave de todos estos atentados será el de la estación de Bolonia, uno de los bastiones del PCI. El 2 de agosto de 1980, una bomba colocada en la sala de espera de la 2ª clase hace explosión matando a 85 personas y dejando 150 heridos. Se trata del peor atentado terrorista sufrido en Italia desde el fin de la II Guerra Mundial.

«Operación Gladio»

En 1990, en el curso de una investigación acerca de sus conexiones con la mafia, Giulio Andreotti —7 veces primer ministro y uno de los popes de Democracia Cristiana— confirmó la existencia de la red «Gladio», en virtud de la cual el terrorismo neofascista alcanza una nueva dimensión.

La existencia de una organización secreta tras esta oleada de atentados por parte de la extrema derecha italiana era una sospecha cada vez más fundada desde que, en 1984, el juez Felice Casson decidiese reabrir la investigación acerca de la matanza de Peteano para realizar un sorprendente descubrimiento: no sólo el atentado no había sido perpetrado por las Brigadas Rojas, sino que la policía no había hecho absolutamente nada por investigar el asunto. Es más, el informe acerca de las bombas utilizadas era una falsificación realizada por Marco Morin, experto en explosivos y militante de Ordine Nuovo. El gobierno también había ocultado el descubrimiento, en el mismo año del bombazo, de un depósito de armas aparecido en Trieste que guardaría relación con el caso. Finalmente, es detenido Vincenzo Vinciguerra, militante de Avanguardia Nazionale, quien declara: «Con la masacre de Peteano, y con todas las que siguieron, debería quedar claro que existió una verdadera estructura, oculta y escondida, con la capacidad de dar una dirección estratégica a los ataques… (La estructura) yace dentro del Estado mismo».

Giulio Andreotti

Tanto Vinciguerra como Andreotti confirmaban con sus testimonios algo que la izquierda —y no sólo la italiana— venía teniendo cada vez más claro: que desde mediados del s. XX había existido en Europa occidental una organización que, auspiciada por altos cargos de la OTAN, ciertos políticos y sectores de los servicios secretos europeos y norteamericanos; había instigado, financiado y en ocasiones incluso colaborado abiertamente con el terrorismo de extrema derecha. ¿Cuál era el objetivo de esta trama? Hacer la guerra sucia a los partidos comunistas occidentales; impedir la entrada de los mismos en el gobierno; generar un clima de paranoia que propiciase la represión y la autocensura —como ocurrió con la ley Reale de 1975, que permitía los arrestos sin mandato judicial e interrogatorios sin presencia de un representante legal; o el decreto-ley Cossiga de 1979, que autorizaba las escuchas telefónicas indiscriminadas y aumentaba el tiempo de prisión preventiva— y, en última instancia, facilitar un golpe de Estado para establecer gobiernos «de orden» en países estratégicos —como fueron los casos de Grecia, en 1967; y Chile, en 1973, si bien este se encuadra en la «operación Cóndor», homóloga de «Gladio» en el Cono Sur—. A esta línea conspiradora se la conoció como la «estrategia de la tensión». De nuevo según el terrorista Vinciguerra: «La razón era bastante simple, había que forzar a esta gente, al público italiano, a ir al Senado a pedir una mayor seguridad».

En el caso italiano, estas conexiones fueron especialmente escandalosas. A finales de 1963, varias bombas atribuidas a la izquierda hacen explosión en las sedes de Democracia Cristiana, generando un enorme clima de inestabilidad. Meses más tarde, el general Giovanni de Lorenzo, ex jefe del SIFAR —servicio de inteligencia militar italiano— y que había sido puesto al mando de los carabineros por Andreotti, a la sazón Ministro de Defensa, despliega buena parte del ejército en Roma con motivo del 150º aniversario de los carabineros. Acabado el desfile, las tropas no llegan a retirarse y permanecen apostadas en las calles de Roma durante los meses de mayo y junio. Tras una entrevista entre De Lorenzo y el primer ministro Aldo Moro, los socialistas abandonan el gobierno al que habían accedido un año antes, poniendo fin al primer intento reformista en la Italia de posguerra. Cuando, cuatro años más tarde, este asunto sea investigado, el comandante del SIFAR Renzo Rocca aparecerá con una bala en la cabeza un día antes de declarar ante el juez. De Lorenzo acabó militando en las filas del MSI.

El de Renzo Rocca no es el único caso de desaparición «casual» en relación con el neofascismo italiano. En 1972, el comisario Calabresi es asesinado tras liderar la investigación de las bombas de 1969. El 10 de julio de 1976, el juez Vittorio Occorsio es asesinado en Roma por sus investigaciones acerca de militantes de Ordine Nuovo. Su muerte habría sido planeada en una cumbre neofascista celebrada en Madrid bajo el lema: «¡Viva el fascismo redentor!». La octavilla dejada por los asesinos en el lugar del crimen rezaba: «La justicia burguesa se detiene en la cadena perpetua, la justicia revolucionaria va más allá». Finalmente, fue detenido Pierluigi Concutelli, militante de Ordine Nuovo, organización que ya había sido prohibida por el gobierno italiano en 1973 y que fue sustituida por Ordine Nero. Concutelli fue condenado a cadena perpetua y actualmente cumple arresto domiciliario.

Dos años más tarde, tuvo lugar el que sin duda es el hecho más reseñable en relación con los «años de plomo» italianos. El 16 de marzo de 1978, el auto en el que Aldo Moro se dirigía al parlamento es atacado, sus cinco guardaespaldas asesinados y él mismo secuestrado. Moro había sido primer ministro en cuatro ocasiones y por aquel entonces ostentaba el cargo de presidente de Democracia Cristiana. Se dirigía a votar una moción de confianza sobre el nuevo gobierno de Giulio Andreotti, apoyado de manera externa por el PCI en el contexto del «compromiso histórico» —línea que defendía la colaboración entre democristianos, socialistas y comunistas para asegurar una cierta estabilidad en la política italiana—. Moro había sido uno de los máximos defensores de esta política, sobre todo teniendo en cuenta que en las elecciones generales de 1976 los comunistas habían obtenido el mejor resultado de su historia con un 34.4% de los votos.

El secuestro fue orquestado por Brigadas Rojas, que exigían la liberación de su fundador, Renato Curzio, y varios compañeros. Las Brigadas Rojas llevaban amenazando con tomar represalias por el juicio contra Curzio desde hacía un año, algo que había sido contestado en prensa por la Agrupación Autónoma de Brigadas Negras Ettore Mutti, que amenazaron con «acabar» con la organización comunista si impedían el juicio contra Curzio. Finalmente, y ante la negativa del gobierno a negociar, el cadáver de Moro aparece a los 55 días en un punto equidistante entre las oficinas de Democracia Cristiana y el Partido Comunista.

El asesinato de Aldo Moro sigue presentando grandes interrogantes. Como consecuencia directa, el gobierno fue disuelto, el «compromiso histórico» abandonado y los comunistas volvieron a la oposición. Durante los dos meses siguientes, se llevaron a cabo 40.000 registros, si bien no se produjo ninguna detención. En 1979, el periodista Mino Pecorelli es asesinado cuando llevaba a cabo una investigación sobre el affaire Moro. Giulio Andreotti fue encontrado culpable de haber encargado su muerte  al mafioso Gaetano Badalamenti en 2002, condenado a 24 años de cárcel y exonerado de todos los cargos al año siguiente. Cuando la comisión senatorial encargada de investigar «Gladio» en 1995 reabrió el caso, varios documentos desaparecieron; y el papel de las Brigadas Rojas en el crimen acabó siendo definido como «el instrumento de un juego político más amplio». Vincenzo Vinciguerra expresó su convencimiento de que en la ejecución de Moro habían participado los servicios secretos de «Gladio».

«Con la masacre de Peteano, y con todas las que siguieron, debería quedar claro que existió una verdadera estructura, oculta y escondida, con la capacidad de dar una dirección estratégica a los ataques…»

Queda por aclarar el papel del último de los elementos que conformaron esta red que implicó al neofascismo italiano en la llamada «estrategia de la tensión». En 1981, se descubre la existencia de una logia masónica llamada Propaganda Due, o P2, de la que formaban parte algunos de los personajes más influyentes del país —policías, militares, industriales, banqueros, políticos, magistrados, etc.— Fue descubierto además su líder, el «venerable» Licio Gelli, antiguo camisa negra que había combatido en la Guerra Civil Española y acabó relacionado con la caída del Banco Ambrosiano. La existencia de la logia venía a confirmar que en Italia había de facto un gobierno paralelo en la sombra. La logia, además, estaba relacionada con la organización neofascista «Rosa dei Venti», descubierta en 1973 y cuyos miembros habían sido detenidos acusados de planear un golpe de Estado para establecer un modelo a imagen de la República Social.  Gelli huyó a Sudáfrica, desde donde confirmó la red «Gladio» y la existencia de 250 células terroristas dispuestas a atentar por todo el país. También aseguró estar convencido de que se había dejado morir a Aldo Moro.

Conclusión

Ni el terrorismo neofascista ni el marco más amplio de la «operación Gladio» quedaron restringidos al suelo italiano. Tras el fallido «golpe Borghese», numerosos neofascistas italianos así como el propio «Príncipe Negro» se refugiaron en España. Aquí tuvieron contacto con miembros de la OAS, la Organisation de l’Armée Sècrete, organización terrorista francesa de extrema derecha surgida en 1961 para poner trabas a la independencia de Argelia, asesinar a De Gaulle y, en última instancia, establecer un gobierno de corte autoritario y anticomunista en Francia; y muchos de cuyos líderes —como Gérin-Serac, Raoul Salan o Pierre Lagaillarde— se habían escondido en España tras su disolución en 1962.

Junio Valerio Borghese, el «Príncipe Negro»

España había funcionado, de hecho, como el gran refugio fascista a nivel europeo desde finales de la IIGM, acogiendo a gente como Otto Skorzeny, antiguo coronel de las SS, o Léon Degrelle, fundador del partido rexista en Bélgica. Con el auge del neofascismo en Italia, también será el refugio de muchos de sus militantes los cuales, tras la muerte de Franco, colaborarán con la extrema derecha española en operaciones de índole semejante.

Stefano Delle Chiaie

En el momento de su detención, el asesino del juez Occorsio llevaba una agenda con números de teléfono de funcionarios del SECED —Servicio Central de Documentación—. La ametralladora con la que Concutelli llevó a cabo el crimen también era de origen español. Concutelli, según relató el neofascista Angelo Izzo con motivo de la reapertura del caso en 2008, habría participado en el secuestro y desaparición del etarra Pertur en 1976. Personas cercanas a Delle Chiaie confirmaron la participación de neofascistas italianos en la guerra sucia contra ETA a través de organizaciones como el Batallón Vasco Español o la ATE —Antiterrorismo ETA—. El propio Delle Chiaie habría estado presente en los sucesos de Montejurra, en mayo de 1976, en los que tuvo lugar el enfrentamiento entre un ala carlista de extrema derecha, agrupada en torno a Sixto de Borbón; y militantes del Partido Carlista, partidarios de Carlos Hugo de Borbón y progresivamente más cercanos a la izquierda. En la llamada «operación Reconquista», los «sixtinos» tomaron la cima del Montejurra la noche anterior al tradicional via crucis, abriendo fuego durante la celebración de este y acabando con la vida de dos personas. Entre los atacantes también habría estado Jean Pierre Cherid, ex OAS a sueldo del SECED. Delle Chiaie participaría más tarde en la «operación Cóndor» latinoamericana, persiguiendo a disidentes políticos del régimen de Pinochet y formando parte, ya en los 80, de los «escuadrones de la muerte» del nazi Klaus Barbie en Bolivia. Fue arrestado en 1989, acusado de participar en los atentados de Piazza Fontana y Bolonia, y en su declaración afirmó haber torturado, interrogado y ejecutado a refugiados vascos en el sur de Francia en los años 70, así como haber tenido contactos con la dictadura de los coroneles griegos.

En 1977, se produce la matanza de Atocha en la que son asesinados cinco abogados laboralistas. En ella habría participado Carlo Cicuttini, ex MSI y miembro de Ordine Nuovo, que había escapado de Italia tras la bomba de Peteano. Su participación fue confirmada por un informe de la inteligencia italiana. La justicia italiana reclamó su extradición en 1987, pero el gobierno de Felipe González se negó. Finalmente, fue detenido en Francia en 1998 y condenado a cadena perpetua. Habría participado en los GAL.

Tras el atentado, se descubrió una fábrica de armas en la calle Pelayo de Madrid a cargo de los miembros de Ordine Nuovo Salvatore Francia, Giancarlo Rognoni y Elio Massagrande. Es entonces cuando Gregorio Morán publica un reportaje titulado «La camada negra», en el que expone los contactos entre el neofascismo italiano y el español, afirmando que Stefano Delle Chiaie había sido visto en Lérida junto a un teniente coronel de la Guardia Civil y Miguel Gómez Benet, principal sospechoso por una bomba contra la sede de la revista «Papus» que causó la muerte del conserje del edificio y dejó 17 heridos; información por la que Morán tuvo que declarar ante un tribunal militar.

Con el paso del tiempo, y ante no pocas trabas, han ido quedando más claras las responsabilidades de este «terrorismo negro» en los «años de plomo». Parece, sin embargo, que aún falta mucho para conocer el verdadero alcance de sus conexiones con los órganos de poder. Ya en 1987, Delle Chiaie había amenazado con involucrar a dirigentes políticos con sus declaraciones. Otro de los acusados por la matanza de Bolonia, Roberto Fiore, vivió en Inglaterra desde 1980 manteniendo contactos con la extrema derecha británica. A su regreso a Italia, funda el partido Forza Nuova, por el que acabó siendo eurodiputado. El informe sobre Gladio del año 2000 reconoció el papel del neofascismo en todos estos atentados. El expresidente Cossiga reconoció haber ayudado a Gladio desde su posición de Ministro del Interior entre 1976 y 1978. Giandelio Maletti, ex jefe del contraespionaje italiano, confirmó que había ayudado a neofascistas italianos en su huida a España. En el año 2014, el primer ministro Matteo Renzi anunció que el gobierno comenzaría a desclasificar los documentos en relación a los atentados ocurridos entre 1969 y 1984. En España, las revelaciones de Andreotti llevaron a Izquierda Unida a promover una investigación. El general Manglano, entonces director del CESID, se negó a declarar en el Parlamento y se cerró el caso.

Por último, cabría hacerse la pregunta de hasta qué punto la inteligencia occidental se valió de un terrorismo que, en palabras del terrorista Vinciguerra, atacó a «civiles, al pueblo, mujeres, niños, gente inocente, gente desconocida desligada de cualquier juego político» para influir desde la sombra en la vida política italiana; o si por el contrario fue el neofascismo el que utilizó esta posición privilegiada para llevar a cabo su programa nacional-revolucionario. Hoy, parece que la extrema derecha italiana ha suavizado sus tácticas, al menos de cara a la galería, y la Liga Norte reclama el gobierno del país tras autoproclamarse líder del «centro-derecha». Nihil novum sub sole.

* Artículo publicado en Bruxismo Nº2 (abril 2018), fanzine que podéis comprar aquí.

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