Vestidos contra la autoridad. Protodandismo en la Francia revolucionaria

«La gente es tan absolutamente superficial que no entiende la filosofía de lo superficial».
Oscar Wilde

El 14 de julio de 1789, Luis XVI escribió en su diario de caza una única palabra: «Nada». La historiografía posterior, sin embargo, se ha mostrado mucho más locuaz a la hora de hablar sobre aquel día en el que una multitud de parisinos tomaba la Bastilla y sacaba a pasear la cabeza de su desgraciado alcaide clavada en una pica. No me atrevería a definir lo que es una revolución sin temor a equivocarme, pero niego que ésta tenga en sí misma ninguna intención ni voluntad, por más que siempre surjan personajes, por lo general fatales, que pretendan personificarla y hablar en su nombre. En el caso francés esta ansia de ser la voz de todo un «pueblo» o de la «nación» tomó cuerpo en lo que quizás es el primer partido político en sentido moderno, el jacobino, y en uno de sus más destacados líderes, el abogado Maximilien Robespierre.

Los jacobinos ocuparon el poder entre 1793 y 1794, aprobaron una Constitución democrática que reconocía el sufragio universal masculino, pero que nunca llegó a estar en vigor, y emprendieron toda una serie de medidas de carácter social que buscaban sacar a la inmensa mayoría de la población francesa de la miseria material en la que se encontraba. Los jacobinos emprendieron también el control de precios para luchar contra los acaparadores y negaban el derecho a enriquecerse en medio de una nación hambrienta; todas estas políticas se llevaron a cabo en medio de lo que el propio Robespierre llamó «el Terror». La historia de la Revolución francesa es inseparable de la guillotina que en estos dos años años dejó entre 20 y 30 mil cadáveres de enemigos de aquel régimen. En este contexto, la nobleza huyó en masa del país y el lujo se consideró como contrarrevolucionario.

Los cambios no sólo fueron políticos, económicos y sociales, afectaron también a la forma de vestir. Muchos revolucionarios aspiraron a vestirse como las clases bajas y el algodón se impuso sobre la seda y los pantalones sobre los calzones tradicionales (de ahí el nombre de los famosos Sans Culottes, uno de los principales apoyos armados del jacobinismo). Mientras Robespierre declaraba que era necesario imponer una única voluntad la oposición a su gobierno buscaba identificarse con formas de vestir estrafalarias. Así, cabría mencionar a las amazonas, mujeres vestidas de soldados que portaban espada y aspiraban a superar las desigualdades de género reclamando la formación de batallones femeninos para defender la revolución de los ejércitos que la amenazaban. La más famosa de estas amazonas fue Théroigne de Méricourt, protagonista de los disturbios que en 1792 habían puesto fin a la monarquía y conocida por sus enemigos jacobinos como «la puta de Brissot» por su relación con este destacado líder girondino. La Méricourt acudía a las sesiones de la Convención y mantuvo una actitud desafiante hasta que unas simpatizantes del gobierno la desnudaron y apalizaron públicamente, experiencia traumática que la llevó a la locura. No pasaría mucho tiempo para que el gobierno desarticulase todas las asociaciones de mujeres revolucionarias.

Otra oposición a la rigidez moral de los jacobinos vino por parte de los conocidos como Muscadines, caracterizados por cubrirse en exceso del potente almizcle conocido como «Musk» y por su comportamiento violento. Todo Muscadin que se preciara llevaba consigo un bastón, al que se refería como «su razón», para pelearse con las fuerzas del orden revolucionario.

Posiblemente fueron los Increíbles y las Maravillosas quienes formaron la subcultura antijacobina de mayor calado, irrumpiendo definitivamente a partir del golpe de Estado de Termidor que llevó a Robespierre y los suyos a la guillotina y a la formación del Directorio como máxima institución política. Comenzaba entonces una nueva época en la que estos sujetos, muchas veces simpatizantes del Antiguo Régimen, reclamaban su derecho a divertirse y a hacer el tonto.

Con ellos la vida parisina dio un vuelco; tras el asesinato de Robespierre volvieron las fiestas privadas, prácticamente prohibidas durante su gobierno, y los Increíbles y Maravillosas organizaron muchas en las que estaban invitados familiares de las víctimas del Terror. En ellas, llevaban lazos rojos en torno al cuello que simbolizaba el corte de la «cuchilla nacional» y se saludaban con marcados gestos de cabeza que pretendían simbolizar la decapitación de la que se habían librado.

 

Pierre Jean Garat

Frente a la imposición del tuteo y la elevación de las formas del pueblo llano, los Increíbles reclamaban un comportamiento aristocrático, aunque la mayoría de ellos eran burgueses desencantados con el rumbo que había tomado la revolución con los jacobinos. El Lord Brummel para este dandismo francés fue el cantante Pierre Jean Garat (1762-1823), un natural de Burdeos que había conseguido entrar en la Corte de Versalles gracias a su encanto personal y a sus buenas maneras. En 1793 pasó meses en prisión por su relación con aristócratas afines a la derrocada monarquía, una vez en libertad llamó la atención por sus atuendos y por su particular manera de pronunciar el francés. Su poderosa personalidad y sus modales le llevaron a entrar en contacto con una de las Maravillosas más destacadas, Joséphine de Beauharnais, futura esposa de Napoleón Bonaparte.

Los Increíbles y las Maravillosas quedaban así definidos por la oposición al gobierno que había querido uniformar las voluntades y deseos de todos aquellos que vivían en la frontera francesa. Si Jean Paul Marat había impulsado un periodismo delator caracterizado por un lenguaje vulgar, estos dandis imitaban el lenguaje de los viejos aristócratas y se negaban a pronunciar la letra «R», pues era la inicial de «Revolución». Si Robespierre había sido un apasionado de las festividades públicas que habían buscado imponer la nueva religión del Ser Supremo y una nueva moral revolucionaria, los Increíbles hacían fiestas privadas cargadas de sensualidad y diversión. Frente a la Razón con la que los jacobinos legitimaron su gobierno, los Increíbles eran siempre estrafalarios, forzaban posiciones jorobadas y empezaron a llevar monóculos, que hasta entonces eran sólo una herramienta de trabajo para los grabadores. Ante el recuerdo de los cadáveres descabezados que había dejado la guillotina se oponía el absurdo, el cinismo, la tontería y la banalidad.

El gobierno había querido imponer mesura en las costumbres, ellos respondieron con excesos. Los Increíbles llevaban largas melenas en contraposición a los cortes de pelo de los jacobinos y las mujeres vestían con telas que dejaban gran parte del cuerpo al descubierto. La de 1789 había sido en gran parte una revolución moralista, las acusaciones contra la reina María Antonieta, admiradora de Pierre Jean Garat, habían sido dirigidas casi exclusivamente contra sus costumbres lascivas. Las Maravillosas seguían así unas líneas de inspiración clásica; si los Increíbles provocaban con un exceso de atuendo, ellas lo hacían con poca ropa y gran parte del escote al desnudo. Teresa Cabarrús empapaba sus esponjas en leche y perfumes para prolongar la lozanía de su piel.

También se oponían a las nuevas artes revolucionarias obsesionadas con escenas de moralidad pseudohistórica en los que se cantaban las glorias del patriotismo, la sobriedad, la fraternidad y el honor. Los retratos de Increíbles y Maravillosas sólo buscaban exaltar el placer del deseo y su propia belleza. Durante el régimen napoleónico estos años de gustoso libertinaje serían definidos como decadentes e inmorales frente a los días de supuesta gloria y mucha sangre que traería el nuevo líder francés, un corso muy poco sofisticado. Con el golpe de Estado del 18 de Brumario, Francia volvió por la senda de la moralidad, la épica, el respeto a la autoridad y la sobriedad de las formas. Todo por la gloria de la «nación», sea lo que sea la nación y sea cual sea su divina voluntad.

Simpatizantes jacobinas atacando a Théroigne de Méricourt.
Ir arriba