Échale la culpa al boogaloo

«I know a beautiful truth and it’s helped me be free/ I know I’m black and I’m white and I’m red/ The blood of mankind flows in me»

Ray Barretto, Latin Soul Man (1969)

 

Un coche gira la esquina deslizándose lentamente por una calle mal asfaltada mientras, en la radio, un tipo apellidado Barretto explica la historia de otro tipo, poco agraciado, al que llaman Watusi. Pleno verano, la ventanilla a medio bajar mientras algunos viejos sentados alrededor de una mesa jugando al dominó miran sin ganas el coche, esperando reconocer al conductor.

Al final de esa misma manzana, en la esquina, unos niños corren descalzos, ríen y gritan totalmente empapados por el agua que sale a presión de una boca de incendios. De las ventanas abiertas de los edificios de ladrillo rojo sale música y olor a cuchifrito, se ven madres asomadas, gritándose de lado a lado de la calle y gritando también de paso a esos guajes que no dejan de correr sin agotarse.

Bienvenidos al East Harlem, principios de los 60. Cuna de los sonidos nuyorican y en concreto del nunca suficientemente valorado boogaloo.

Lo que antaño fuera un barrio de mayoría italiana junto con irlandeses, judíos y afroamericanos, recibe entre 1940 y 1960 una gran cantidad de migrantes puertorriqueños, siendo la más visible comunidad latina en América. El East Harlem neoyorquino se convierte entonces en el Spanish Harlem. El Barrio.

Nueva York les ofrecía un hogar que nadie más quería, un trabajo que nadie más haría y, aun así, eso era mejor que lo que dejaban atrás. Hicieron el barrio suyo, dotándole de personalidad, música y calidez, convirtiéndolo en un oasis latino al que volver después de pasar el día en alguna fábrica.

Chavales de clase obrera que estudiaban con negros, sus hijos jugaban en la calle juntos, comían en casa de unos y otros. Sufrían los mismos problemas de racismo y discriminación, iban a los mismos clubs y escuchaban su música. Soul, doo-wop, rythm & blues, todo eso les influenciaba, pero a su vez en casa, a través de sus familias y la radio también se empapaban de cha-cha-cha y boleros en castellano. Frankie Lymon & The Teenagers y Tito Puente. Una doble vida.

No es de extrañar que en ese clima de discriminación, drogas, pobreza y radicalización en las comunidades negra y puertoriqueña, surjan nuevas formas de expresión y cultura, con un gran sentido de pertenencia y solidaridad con el oprimido. Con las luchas por los derechos civiles todavía vigentes y grupos como The Black Panther Party o los Young Lords organizándose en los barrios, apoyando a sus comunidades, una bomba estaba a punto de estallar en las calles.

Así nace este nuevo género musical. Durante unos tres años, entre 1966 a 1969, el boogaloo reinó. Tres años de explosión juvenil. Una música rebelde, que rompía con lo que vivían en casa, una manera de iniciar un camino diferente al de sus padres a través del respeto a su cultura, dando a los jóvenes un sentido de identidad y empoderamiento. Eran los punks del Latin Soul.

En 1966 Joe Cuba Sextet lanza en el sello Tico su «Bang Bang» cambiándolo todo y vendiendo más de un millón de copias. De Joe Cuba y su combo sería también el exitoso «El Pito» (I’ll never back to Georgia) —que más tarde incluiría el gran Pete Terrace en su disco King of Boogaloo—. Pete Rodríguez lograría otro gran éxito en 1967 con su «I like it like that» editado por el sello Alegre, ya un clásico del género, como el «At the party» de Héctor Rivera o «Gipsy Woman» o «Subway Joe» de Joe Bataan —si no baila con esta última, puede tener serios problemas locomotrices, visite a su médico lo antes posible—.

Bataan sería una figura clave más adelante dentro del sello Fania, para después continuar con Salsoul. De origen afrofilipino, era conocido en el barrio por ser un tipo duro, haber pertenecido a una banda llamada The Dragons y haberse metido en líos hasta acabar una temporada entre rejas. Una vez fuera escogió el camino de la música y junto con The Latin Swingers, a los que convenció de ser su líder entrando en la sala donde estaban ensayando y clavando un cuchillo encima del piano —supongo que algunas cosas son difíciles de cambiar—, empezaron a ensayar sin descanso y en nada estaban tocando en diferentes clubes de la ciudad, hasta fichar por Fania.

En 1968 Ray Barretto edita el disco Acid, con temas como «Soul Drummers», groove y funky con ritmos latinos, imposible no mover los pies con esto. Ese mismo año, Joe Bataan volvería a hacer sudar y quemar suela a todo el mundo con «El Avión». En cuanto sonaban la sirena y las palmas, la gente ya estaba llenando la pista.

El boogaloo reinó hasta que los dueños de los clubs y sellos, los productores y pinchadiscos de las radios, en definitiva, la industria musical, terminó con todo. Eran jóvenes y firmaban contratos sin leer, se hacían cada vez más famosos, vendían discos, llenaban salas, pero no veían ni un duro hasta que dijeron basta y no hubo arreglo posible.

Los músicos tradicionales, celosos del éxito juvenil, que pasaron esos años sin apenas tocar ni una nota, volvieron a tomar los escenarios. Algunos de ellos incluso se habían subido al carro cuando vieron que ese fenómeno, que triunfaba en la calle y en las pistas de baile, podía ser rentable. Los mismos que quisieron convertir todo en un ellos contra nosotros, los mismos que decían que el boogaloo adulteraba su música, la música latina.

Esos mismos volvieron y lo hicieron mirando a los orígenes, abandonando esa mezcla nuyorican de raíces puertoriqueñas y ritmos afroamericanos. Era el turno de la salsa y de Fania, que reafirmaba la herencia latina, la tradición. Un emblema identitario para los puertoriqueños, cantando en castellano, incorporando folklore e instrumentos de la isla, dejando de lado la influencia americana. La salsa era política hecha música.

Hoy día, las mismas calles que pisaron Pedro Navaja, los Panteras o La Lupe, poco a poco se llenan de yuppies, brockers y artistas varios. La lucha de los vecinos de El Barrio no ha sido suficiente para evitar que ese monstruo de apetito voraz llamado gentrificación llegue intentando echar a la gente que lleva generaciones viviendo allí. Las mismas calles en las que niños jugaban al cascayu y en las que cualquier noche se podían oír unos timbales y unas palmas improvisadas.
Por suerte el boogaloo nunca llegó a desaparecer del todo y de un tiempo a esta parte han aumentado los ponediscos con sets en allnighters y weekenders, también sellos como Record Kicks y sus singles o compilaciones «Let’s Boogaloo, las recopilaciones «Big Ol’ Bag O’ Boogaloo» de ¡Andale! o incluso bandas actuales como The Boogaloo Assassins de L.A. o Los Fulanos de Barcelona – que llegaron a editar un disco junto a Joe Bataan – han mantenido la llama encendida.

¿Tu querías Boogaloo? ¡Toma Boogaloo!

Ir arriba