Título: Solos en Londres
Editorial: automática editorial
Título original: The Lonely Londoners
Publicación original: 1956
Traducción: Enrique Maldonado Roldán
«Encontré el acorde, era como música, por lo que me senté al modo de un pasajero en el autobús y dejé que la lengua se encargara de la escritura».
Sam Selvon sobre las particularidades lingüísticas de The Lonely Londoners.
«Una tarde dura de invierno, cuando tenía una forma de irrealidad en Londres, con una niebla tumbada sinquieta encima de la ciudad y las luces borrosas como si no es Londres de verdad sino un sitio extraño en otro planeta, Moisés Aloetta sube a un bus número 46 en la esquina Chepstow Road y Westbourne Grove por ir a Waterloo y encontrar un tío que venía de Trinidad en el tren del barco».
Comienzo de Solos en Londres, de Sam Selvon.
Hay que retorcer el lenguaje para que hable.
Cuando en 1956 Sam Selvon ―escritor originario de Trinidad que hasta entonces había tenido un éxito considerable con sus dos primeras novelas[1]― decidió escribir una historia sobre las andanzas de un grupo de jóvenes inmigrantes antillanos en Londres, tuvo que tomar una decisión sobre el lenguaje a utilizar. Nada raro para cualquiera que se ponga a contar una historia, pero si perteneces a una minoría étnica con un lenguaje diferenciado y quieres retratar el mundo de una minoría étnica con un lenguaje diferenciado, la importancia de la decisión se multiplica.
Si lo que quieres es reflejar la coexistencia de dos mundos distintos, puede ser natural otorgar a los personajes de cada uno de esos submundos una forma de hablar particular. De hecho, esta es la decisión que había tomado Selvon en sus dos novelas anteriores. Pero, por alguna razón, el resultado esta vez no funcionaba. Así que decidió subir la apuesta. ¿Por qué limitarse a los personajes? ¿Qué pasa con la voz encargada de narrar? El antillano era un tipo duro. Tras haberse labrado un lugar como escritor foráneo en Inglaterra era cualquier cosa menos un pusilánime. Y en este libro lo demuestra. Dotó a la voz del narrador de las peculiaridades lingüísticas que había decidido otorgar a los personajes antillanos (que en la novela hablan una lengua creada por él mismo, a caballo entre los dialectos caribeños y el inglés, pensada para que ser comprendida por el lector occidental, pero no sin provocarle la siempre buscada sensación de extrañamiento).
Y surgió la magia.
El lenguaje de Solos en Londres (temerariamagistralmente traducido por Enrique Maldonado Roldán), pese a tener más de 60 años, sigue siendo fresco y potente. Resalta la distancia existente con unos otros que tendemos a ignorar, pero a la vez consigue establecer puentes para comunicarnos con ellos. Esos otros son los chicos, jóvenes buscavidas de la creciente comunidad antillana del Londres de finales de los años cincuenta.
El narrador es Moisés, uno de los primeros en llegar a la metrópoli al que ―pese a sus continuas protestas― no paran de recurrir los recién llegados. Una voz única que alterna entre el cinismo y la ingenuidad. Unos inmigrantes que ―como ahora― cargan con unas expectativas que no tardan en ver defraudadas, mientras los histéricos que ocupan las tribunas en todas las épocas y lugares se esfuerzan en sacar lo peor de la gente:
Pero todos los días los periódicos llevan grandes títulos y todo lo que cuentan los periódicos y las radios en este país, eso es la Biblia. Como una vez cuando los periódicos dicen los caribeños piensan las calles de Londres tienen alfombras de oro, un tío jamaicano fue a la oficina de Hacienda por preguntar algo y la cosa primera que el funcionario dice es “¿Vosotros pensáis que las calles de Londres están cubiertas de oro?”. Los periódicos y las radios mandan en este país.
Y mientras tanto, chicos solos en el otro Londres. Supervivencia y diversión, calles sucias, trabajos malpagados y oficinas de empleo. Chicos con nombres como Galahad, Gran Ciudad y Doce y Cinco. Fiestas en las que suena calipso y se golpean tambores hechos con cubos de basura. Encuentros sexuales clandestinos en Hyde Park. El frío. Añoranza del calor de las calles de Kingston.
Solos en Londres te lleva a un mundo que consiguió ―como medida de supervivencia― mantener su autonomía dentro de una sociedad tan celosa de su identidad como la inglesa. Un mundo con sabor a calipso y a menta, que nos habla en un lenguaje que es a la vez cercano y escurridizo, propio y ajeno, con algo de nosotros y mucho de los otros. El mismo que hablaron nuestros abuelos cuando cambiaron los secarrales por el asfalto, la paja por la uralita o el español por el alemán. El mismo que hoy hablan a nuestro alrededor muchos chicos que pasean ―solos― por Madrid, París, Barcelona y Londres, retorciendo el lenguaje para que hable.
[1] A Brigher Sun (1952) y An Island Is a World (1955)