«Si nos pinchan, ¿acaso no sangramos?
Si nos envenenan, ¿acaso no morimos?
Y si nos agravian, ¿no debemos vengarnos?»
— William Shakespeare, El mercader de Venecia
«Inglaterra puede ser salvada por una
tradición que frecuentemente no sirve en otros países»
— Oswald Mosley, Mi vida
Existe en el imaginario colectivo una cierta tendencia a asociar la cultura popular británica a la camorra, las trifulcas varias y, en definitiva, la resolución de eventuales estallidos de júbilo colectivo a base de mamporros, golpizas y mediciones de lomo de mayor o menor intensidad. No parece tratarse de una fama injustificada si tenemos en cuenta que entre algunas de las efemérides que engalanan la historia de la pérfida Albión se encuentran no sólo hechos de magnitud incontestable para el desarrollo de la Humanidad como el ser cuna del parlamentarismo occidental [1. Del parlamentarismo moderno, se entiende, a raíz de la Guerra Civil Inglesa; toda vez que el primer parlamento de la Europa medieval está fechado en León, en 1188 (27 años antes que el primer parlamento inglés, formado por Juan Sin Tierra).], Shakespeare o la salsa perrins; sino también la celebración del concierto más sangriento de la Historia ―vid. Cockney Rejects― o el hooliganismo en sus diferentes expresiones.
Hubo, sin embargo, un momento en la primera mitad del siglo XX en el que esa querencia por la dialéctica de los puños trascendió lo anecdótico para convertirse en un símbolo de resistencia, un ejercicio de dignidad ciudadana que contribuyó a evitar ―o evitó por sí mismo― un porvenir oscuro para el Reino Unido y, por ende, para el resto de Europa. El 4 de octubre de 1936, 5.000 fascistas uniformados de la British Union of Fascists ―en adelante, BUF― trataron de abrirse paso por el East End, el barrio judío de Londres, para la celebración de un mitin cuya finalidad era, en primer lugar, realizar una demostración de fuerza ante una opinión pública cada vez más alarmada por la escalada de violencia callejera y, en última instancia, desatar una cacería de judíos que habría tenido el repugnante honor de preceder en dos años a la Kristallnacht alemana. Ante la pasividad de las «fuerzas del orden», una improvisada coalición de judíos, católicos irlandeses, comunistas, socialistas y anarquistas ―hasta 20.000 personas― bloqueó las calles por las que habría de pasar la funesta comitiva. El consiguiente tumulto se saldó con una intervención masiva de la policía ―ahora sí―, cerca de doscientos heridos y casi cien detenidos. Aún más importante, la batalla supuso el descrédito definitivo del fascismo inglés y sentó las bases para su disolución.
Hoy, cuando los discursos totalitarios y xenófobos parecen haber vuelto a instalarse en el debate político del viejo continente ante la incredulidad, la inacción o el buenismo de los sectores biempensantes de la sociedad; merece la pena detenerse a recordar la que fuera bautizada por la prensa del momento como «la trifulca más terrible que Londres haya presenciado nunca».
Antecedentes
En 1932, se funda en Londres la British Union of Fascists. Esto, que pudiera parecer extraño en un país con la tradición democrática de Inglaterra, no lo fue tanto para sus contemporáneos, algunos de los cuales celebraron la aparición de un movimiento llamado a redimir a una sociedad diezmada por la guerra, hastiada de la política ―siete gobiernos entre 1918 y 1932― y asfixiada por la crisis económica. Resulta aún más sorprendente si tenemos en cuenta el cariz antisemita que acabó adoptando el partido, con un discurso cada vez más cercano al burdo racismo alemán en tanto que se alejaba de la grandilocuencia futurista de sus pares italianos.
A inicios del s. XX, no existía en Inglaterra una fuerte tradición antisemita. No fue así durante toda su historia, en la que encontramos agravios y persecuciones que no distan de las sufridas por los judíos en el resto de Europa. Así, el IV Concilio de Letrán ―1215― obliga a los judíos a portar distintivos para diferenciarse del resto de la población, lo que en Inglaterra toma la forma de una insignia representando las Tablas de la Ley. Años antes, la coronación de Ricardo Corazón de León en 1189 se había visto seguida de un gran pogromo en las principales ciudades del país. Eduardo I los expulsa definitivamente de Inglaterra en 1290, incautando sus propiedades y préstamos para tratar de paliar la ruinosa situación de la corona y abriendo un paréntesis que llega hasta finales del s. XIX, en el que encontramos la siniestra figura de H. S. Chamberlain, casado con una de las hijas de Wagner y posteriormente nacionalizado alemán; quien, junto con el conde de Gobineau, constituye el máximo exponente del racismo científico y uno de los padres del antisemitismo moderno; y a cuyo funeral, en 1927, asistiría el propio Hitler.
Los pogromos sufridos en Europa oriental desde finales del siglo XIX forzaron a la comunidad judía a emigrar, lo que en no pocas ocasiones inflamó los instintos más bajos de ciertos sectores de la población en sus países de acogida. Ya en 1930, hay nada menos que 183.000 judíos en Londres localizados principalmente en el distrito de Stepney, en el East End; hostigados tanto en las calles ―por la British Brothers League de 1902―, como en el Parlamento ―por la Aliens Act de 1905, que introduce controles migratorios sobre la población judía―. El fin de la I Guerra Mundial trajo del continente el auge del fascismo, que ejerció de catalizador de este rechazo dotándolo de una simbología efectiva y una estructura paramilitar. Así, en 1923 surge el partido British Fascists y, seis años más tarde, la Imperial Fascist League, cuya enseña era una esvástica alegremente dispuesta sobre la Union Jack. Conforme se asentaba en Reino Unido, la comunidad judía era progresivamente señalada por todos los males que aquejaban a un ya no tan glorioso Imperio Británico.
El Führer inglés
La historia del fascismo es la historia de sus líderes. El equivalente inglés a Hitler, Mussolini o Codreanu fue sir Oswald Mosley ―6º baronet de Ancoats― quien, a diferencia de los anteriores, no era un político advenedizo, sino un parlamentario experimentado. De noble cuna, entra con 22 años en la Cámara de los Comunes de la mano del Partido Conservador para «crear un mundo más noble en memoria de aquellos que murieron». En 1918, la Gran Guerra se había llevado consigo a buena parte de la juventud europea y Mosley, movido por su desprecio a «aquella gente plácida (…) que nunca había luchado ni sufrido» y que «aparecía a los ojos de la juventud (…) comiendo, bebiendo sobre las tumbas de nuestros compañeros», decide renovar con sangre nueva el apolillado sistema inglés. Entre 1918 y 1931, Mosley se convertirá en un político admirado tanto por su idealismo como por su fogosidad en el debate. Es en este período en el que se gestan algunas de las líneas maestras del programa de la BUF, en una evolución política constante que le llevará a pasarse a los laboristas en 1923 y a una tercera posición en 1931.
Uno de los aspectos más notables de su carrera política es la oposición sincera a todo cuanto suponga una intervención militar en el extranjero, lo que, viniendo de alguien que acabará participando de un movimiento para el que la violencia es condición sine qua non ―en tanto que elemento redentor de la nación y acto de afirmación del individuo― y que tiene un afán inequívocamente imperialista, resulta, cuando menos, paradójico. Tras una experiencia traumática en la guerra, el Mosley político se muestra contrario al Tratado de Versalles, a la intervención en la Guerra Civil Rusa contra los bolcheviques, al apoyo al gobierno griego en la Guerra Greco-Turca y la ocupación de Irak. Asimismo, denuncia los excesos de los black and tans en Irlanda y sus métodos de tortura contra la población civil, creando una polémica sin precedentes que hará caer al gobierno de Lloyd George. Tampoco hay que engañarse: la ausencia de un discurso imperialista es poco meritoria teniendo en cuenta que el Reino Unido ya poseía un imperio. Su pretendido «pacifismo», por otra parte, no pudo ser más desafortunado, pues llamó a la paz cuando más necesaria fue la guerra, no dudando en condenar a toda Europa a la barbarie para así proteger a la juventud británica. Tampoco fue inocente su oposición a la abdicación de Enrique VIII tras su boda con Wallis Simpson en 1936, toda vez que este fue un prominente filonazi igualmente defensor de «la paz a cualquier precio» con Alemania.
British Union of Fascists
Tras su abandono del laborismo en 1931, el «campeón del nuevo socialismo joven» ―como llegó a ser llamado por la prensa― funda el New Party. Habiendo denunciado en múltiples ocasiones el anquilosamiento de los viejos partidos, Mosley toma la decisión de «pasar a la acción» ―idea recurrente en su discurso― cuando el Partido Laborista desiste en la idea de hacer la revolución en el contexto de la crisis del 29. Ese socialismo del que nunca dejó de hacer gala no es otra cosa que un «socialismo nacional» ―y viceversa― del que un Mosley pagado de sí mismo siempre se considerará creador.
El New Party afronta las elecciones de 1931 con un programa de profunda reforma política ―gobierno fuerte que supere la excesiva burocratización del sistema parlamentario―, aislacionismo económico, nacionalización de recursos, coberturas sociales y crecimiento en el marco de la Commonwealth. Los resultados distan de ser una victoria, pero son lo suficientemente abultados como para ahondar en el desplome de la izquierda y propiciar un gobierno de unidad nacional controlado de facto por los conservadores. Las acusaciones de traición por sus antiguos camaradas irán acompañadas de violencia física, algo que se convertirá en una parte inseparable de los mítines de Mosley hasta el fin de su carrera política. Ante este hecho, algunos miembros del partido presentan su dimisión dando lugar a una situación que, acompañada de la creciente afluencia de individuos de extrema derecha, obliga a un cambio radical en la organización.
Tras un viaje a la Italia fascista y sobre los precedentes ya señalados, el New Party es convertido en la British Union of Fascists en 1932. A pesar de su pretendida independencia de los fascismos europeos, el nuevo partido adoptará casi todos los elementos característicos del movimiento: uniforme ―chaquetillas de esgrima negras en honor a Mosley―, bandera, himnos ―el Horst Wessel nazi adaptado al inglés―, desfiles callejeros y mítines multitudinarios ―los mayores hasta la fecha en el Reino Unido―. Se da también un cambio en las formas del líder: la flema británica y la fina ironía dejan paso a una retórica histriónica, demagógica y violenta. Otro de los aspectos que lo hacen deudor del fascismo europeo será la utilización sistemática de la violencia como complemento del discurso político. Así, se crea un cuerpo paramilitar, los blackshirts, «mitad políticos, mitad soldados», con el objetivo de «defender los mítines de la violencia roja». Será el primer ejército privado de Inglaterra desde la época de Oliver Cromwell. En el plano teórico, también encontramos referencias semejantes a las de sus homólogos: la dialéctica de Hegel, metafísica spengleriana, sometimiento del individuo al Estado, rechazo de la figura del intelectual, futurismo, renacimiento fáustico del hombre, democracia orgánica, etc.
Como ya se ha señalado, el nuevo partido no cultivó el rechazo de todos los sectores de la sociedad. El origen aristocrático del líder, su pasado como parlamentario respetable y el miedo a una revolución comunista le granjearon la connivencia de parte de los conservadores. En 1934, el Daily Mail saludaba el fervor patriótico de los 40.000 militantes fascistas bajo el titular «Hurrah for the Blackshirts!». Sólo el especial ensañamiento de los blackshirts, especialmente en el mítin del 7 de octubre de 1934 en el Olympia de Londres, les acabó privando de este apoyo y los puso en el punto de mira. Ante esta nueva dificultad, la comunidad judía se convirtió en el chivo expiatorio de un partido cuyas tácticas resultaban cada vez más duras e implacables.
La batalla
En su cuarto aniversario, una BUF en entredicho planea un golpe de efecto mediante una marcha multitudinaria a través de Stepney llamada a ser el culmen de la tensión acumulada en los años anteriores. El incremento de la lucha en las calles con los comunistas, también en alza dado el descontento con los partidos tradicionales; el ascenso de Hitler al poder ―quien, desde entonces, había acabado con el Tratado de Versalles anexionando el Sarre y militarizando Renania, y había promulgado las leyes antisemitas de Núremberg―; y el acercamiento de Mosley al nazismo ―su boda con Diana Guinness en 1933 fue en Alemania y tuvo a Hitler y a Goebbels como testigos― con un discurso marcadamente antisemita desde 1934; hacían de la marcha planeada para el 4 de octubre un momento crucial para el fascismo británico, quizá definitorio de lo que sería su papel en los años siguientes.
Se recogieron 100.000 firmas contra la celebración de la marcha. Ante la negativa del gobierno, se crea el Jewish People’s Council against Fascism and Antisemitism para coordinar una respuesta que ya estaba siendo organizada por la National Union of Tailors and Garment Workers y el Worker’s Circle. El día anterior, el enfrentamiento estalla en la prensa, con acusaciones cruzadas y llamadas de los periódicos de izquierdas y judíos a no dudar en «responder a las provocaciones». Finalmente, el día 4, se movilizan la Young Communist League y la Jewish Ex-Servicemen’s Association, que toman las calles masivamente bloqueando Gardiner’s Corner, la entrada al East End, e impidiendo la marcha fascista. Se cortan las calles con barricadas y camiones, se llena el suelo de cristales para impedir el paso de la policía montada y los estibadores irlandeses se unen a los resistentes. La marcha es desviada y conducida hacia Cable St. donde, finalmente, ambos grupos se encuentran.
Con más de 30.000 personas allí congregadas, llegan los primeros puñetazos. La policía responde cargando con dureza, tratando de abrir paso a la marcha. A las cargas siguen el lanzamiento de adoquines y las escaramuzas. La policía intenta desmontar las barricadas internándose en las calles, pero son respondidos con una lluvia de objetos desde las ventanas de las casas ―incluyendo agua hirviendo, al más puro estilo del Medievo―. Ante la evidente ensalada de palos, algunos agentes optan por rendirse. Tras horas de persecuciones, golpes y arrestos, hace su aparición sir Philip Game, Comisionado de Policía, quien disuelve a los manifestantes de la BUF y recomienda a Mosley la retirada. El resultado es un escenario grotesco para los fascistas que, además del poco amable recibimiento, acaban viendo cómo el coche de su líder es perseguido por las calles.
Más allá del saldo de heridos ―en torno a 200― y detenidos ―unos 100―, las consecuencias de la batalla serán fatales para el fascismo británico. Una semana después, tiene lugar el pogromo de Mile End, en el que 200 jóvenes fascistas tratan de expiar la derrota ensañándose con los comercios judíos. A partir de entonces, el partido pasará a llamarse British Union of Fascists and National-Socialists, dejando ya pocas dudas sobre su filiación ideológica. El gobierno, por su parte, escandalizado por las dimensiones de la revuelta, prohibirá la exhibición de uniformes en las manifestaciones políticas desde comienzos de 1937. Comienza entonces una paulatina decadencia de la BUF, a la que Mussolini dará cada vez menor apoyo económico y cuya lealtad comenzará a ser cuestionada en Inglaterra a partir del estallido de la II Guerra Mundial. Mosley, para quien la guerra con Alemania obedecía al interés judío en enfrentar a ambas potencias, será encarcelado junto con su plana mayor tras la invasión de alemana de Noruega en 1940 acusado de colaboracionismo. El partido será disuelto ese mismo año.
Tras la guerra, Oswald Mosley se instalará en Francia, donde acabará viviendo junto al fallido Eduardo VIII un retiro dorado que sólo abandonará en dos ocasiones ―1959 y 1966― en las que tratará de volver a la política con el Union Movement ―la inmigración excesiva será una de las partes centrales de su discurso en ambos casos―. La experiencia de Cable St., sin embargo, había sentado un precedente, y el recibimiento hostil a Mosley y sus congéneres acabó por convertirse en una más de las loables tradiciones del pueblo británico, que en no pocas ocasiones acabó destrozando el lugar en cuestión y dando al traste con el discurso de turno. Más aún, dio lugar a una tradición de autodefensa ciudadana que presentó batalla en las calles a los diferentes brotes de racismo y xenofobia ―contra los jamaicanos en los 50 o los pakistaníes en los 70― y a movimientos neofascistas como el National Front a través de organizaciones como el 43 Group, el 62 Group o la revista Searchlight.
«Inglaterra puede ser salvada por una tradición que frecuentemente no sirve en otros países», afirma Mosley en su autobiografía. Al menos en su caso, parece ser que es cierto.
*ARTÍCULO PUBLICADO ORIGINALMENTE EN EL FANZINE BRUXISMO Nº1